Hace tiempo las historias de interés que sucedían, y siguen sucediendo, llegaban a nuestros oídos a través de los juglares en las plazas. En un pestañeo en la historia de la humanidad, la virtualidad y las comunicaciones a través de internet y la telefonía móvil ha transformado completamente la forma en la que nos comunicamos.
Cada vez en mayor cantidad y frecuencia, las relaciones, de todo tipo, ocurren en un mundo al que llamamos, en mi opinión, erróneamente, virtual. El mensaje se entrega, como diría el Arcipreste de Hita, al pueblo, a todo el orbe, sostenido por las teclas de la tecnología, perdiendo así el control sobre el mismo. Ésta parece ser la intención que dio origen de la “Red Galáctica”, la conexión que permite compartir y acceder a los datos de un modo sencillo, gratuito, libre, inmediato…El mensaje es emitido y recibido en tiempo real, pero permanece en el tiempo, se publica, anónimamente o no, pero finalmente importa poco, pues puede reproducirse e incluso modificarse, ilimitadamente y a una velocidad vertiginosa.
Los cambios en la realidad llaman al Derecho a armonizar entre nuevos bienes jurídicos a proteger en colisión con derechos tradicionales, como son el de información o la libertad de expresión. Derechos llamados a convivir y ser ponderados, no de un modo general, sino yendo al caso concreto. El supuesto individual no sólo debe ser tratado en último extremo por las resoluciones judiciales, sino también por los profesionales que tratamos con datos y en mayor o menor medida trabajamos con información: el secreto profesional de unos y el cuidado en la comunicación de otros, especialmente en el caso de los medios de comunicación de masas.
La Constitución española, de 1978, en un paso por delante del resto de los ordenamientos del entorno, y del mundo, introdujo en su artículo 18º la limitación del uso de la informática para garantizar la protección del derecho al honor y la intimidad personal y familiar y la propia imagen. También es un caso español el primero en el que se aborda esta materia en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, la famosa sentencia de 13 de mayo de 2014 “Google Spain”: La sentencia, en el caso Google contra la Agencia Española de Protección de Datos viene a reconocer el «derecho al olvido» en Internet, la supresión de los datos personales, atribuyendo a los motores de búsqueda la responsabilidad de ponderar los intereses en juego en cada caso.
La transposición de las directivas del Derecho de la Unión Europea logra progresivamente el objetivo de armonización del Derecho de los países miembros, no obstante, dentro de las múltiples complejidades de la materia se encuentra el hecho de que internet ha facilitado un mundo global, pero las normas que nos conducen difieren, y en cuanto dejamos de mirar nuestro ombligo descubrimos que los países sujetos al derecho de La Unión no alcanzan el 6% de la población mundial. Así, la tradición jurídica de nuestras sentencias nada tiene que ver con otras concepciones, ejemplo de ello siempre será la sentencia “New York Times Co. V Sullivan”, 376 US (1964) de la Corte Suprema de los Estados Unidos, que hizo efectiva la protección de la libertad de expresión de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, exigiendo a las demandas por difamación contra funcionarios públicos a la existencia de “malicia real”. La decisión, en definitiva, protegió la divulgación libre de noticias en las campañas de derechos civiles en los estados del Sur de los Estados Unidos. Se trata de una sentencia trascendente en la protección de la libertad de expresión como pilar de las libertades en el país americano. Resulta igualmente relevante el rechazo de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en 1997 a la “Communications Decency Act” (Ley de decencia en las comunicaciones) el Tribunal Supremo norteamericano considera internet como un nuevo medio que democratiza la información y entiende que ese aspecto revolucionario de Internet debe ser amparado, protegido y estimulado.
El tema es actualidad estos días, en nuestro entorno más próximo, tras la publicación de la sentencia de la Juez de Olivenza, de 19 de enero de 2022, y de la que se han hecho eco diversos diarios de tirada nacional resaltando, con mayor o menor acierto, lo que de la sentencia les ha parecido relevante. Los hechos sobre los que en último término resuelve, sucedidos en 1984, no vienen al caso ni es interés de quien escribe abundar sobre la vida de quien, contrario al deseo humano universal de eternidad, no quiere ser recordado, pues viene a reclamar, ante el Juzgado de Olivenza, entre otros, su derecho al olvido. Pero sí diremos que se trata de la publicación de hechos propios de la crónica de sucesos, ciertos, que en su momento tuvieron indiscutidamente interés general por tratarse de delitos graves y que son descritos sin el uso de injurias o vejaciones. Con una sólida fundamentación la juez concluye que el paso del tiempo, 37 años, hace que los hechos carezcan de relevancia actual suficiente como para que su divulgación nuevamente, después de casi cuarenta años, se encuentre amparada por el derecho a la información y la libertad de prensa, atentando con ello el honor y la intimidad del demandante, protagonista de la crónica histórica en cuestión. Entre sus fundamentos, trae la sentencia, el criterio del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que indica, como guía de ponderación, la contribución que la información publicada debe aportar a un debate de interés general, sin que la satisfacción de la curiosidad de una parte del público pueda considerarse contribución a estos efectos.
¿Qué es un suceso de interés? En la escuela de periodismo dirán que aquél que interesa, pero… ¿hasta dónde llega el derecho a satisfacer la curiosidad? ¿Cuál es el límite del legítimo interés en conservar y transmitir los hechos que son relevantes y conforman la historia de un pueblo? ¿Hasta dónde llega el derecho a la intimidad? ¿La vida digital es también vida real? ¿El concepto “reputación” está obsoleto? ¿La comunidad no tiene derecho a conservar la memoria de lo sucedido?